No
es necesario huir para perderse, es cuestión de no saber quién eres para que
todos se tomen el atrevimiento de adaptar cualidades y defectos en tu ser y
peor aún para creerles más a ellos que a ti mismo.
Sentada en la esquina de una
calle que no conocía se puso a observar y a detallar la luna, no le importó la
hora, ni la compañía. Su cabeza estaba atrayendo los recuerdos más recónditos,
aquellos de los que nunca había pronunciado una sola palabra; recordaba
entonces, la gente con la que compartió unos minutos de su vida para mirar al
cielo y comentarles el amor que sentía por ese satélite, también las veces que
en su niñez se refugió en su luz para salir de las sombras de un hogar en
ruinas, las tantas lágrimas que derramó viendo al cielo y suplicando que
terminara ese tormento y hasta recordó las veces que le oró para que con su
magia trajera a su vida el pasado perfecto de una niña mimada.
Sin embargo, la luna le
enseñó que aunque esté oscuro y nublado siempre se verá tenuemente una luz que
podrá no emitirla ella pero que brillará para guiar un camino empedrado y lleno
de obstáculos. Una cosa, un satélite, algo quizá desapercibido por muchos le
había enseñado a esa mujer que por pequeños que sean los movimientos pueden
haber grandes catástrofes o milagros, que por los efectos de sus acciones dependen
varios factores, que la imaginación que explotó durante niña le serviría para
afrontar las crudas verdades que recibiría cuando “madurara”.
Hoy esa misma mujer sigue
observando la luna, se emociona cuando la ve en sus fases, se sigue extasiando
con la estrella que siempre está a su lado, continúa completándola
imaginariamente cuando sólo una parte de ella está visible.
La luna se convirtió en su
amante, cómplice, guardiana y guía; ha visto los cuerpos que ha amado, aquellos
que ha rechazado, los besos que con pasión ha dado y esos que con repudio ha
negado.
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