Un hombre
camina despacio, intranquilo, temeroso y desconfiado; los pasos que ha dado no
han sido certeros y se está cansando de tropezar con el mismo problema, lo pre visualiza
y aun así cae. Disfruta de los momentos en solitario, odia a los que pueden
cantar bajo la lluvia, sí, los odia porque él no ha sido capaz de lograrlo. Es envidioso,
ególatra y egoísta. Sueña en gris, casi
en negro, se refugia en un licor, no le importa que sea barato o caro, su sabor
le hace compañía, esa que le falta, esa que le sobra.
Entre
sobrio y alicorado, la busca, la encuentra, la pierde, la añora, la odia, la
ama, la olvida… en segundos se encuentra recostado en un poste buscando su
dignidad, esa misma con la que ella juega bruscamente en sus manos. Él la mira, absorto baja la cabeza. La perdió; la ve completa y
plácidamente sonriendo en brazos de otro hombre. Respira, refunfuña, grita, se
enloquece, pero nadie presta atención a su pataleta. Se va.
Camina
rápido, pero a su alrededor todo se pausa, algo le está atrancando la
respiración y es que claro, el corazón se ha convertido simplemente en su órgano
vital, aquel que palpita y late sólo y únicamente para subsistir. Se vació, ella ya no está, de hecho
ella nunca estuvo, siempre ajena, siempre ella.
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