Recostada en la cama, en la
habitación de un hotel cualquiera se encuentra ella. Anonada tras la noticia que le dieron, sintió
como si le hubiesen oprimido la tráquea, no emitió sonido alguno, pávida y
temerosa cerró los ojos, respiró hondo, notaba como se aceleraba el ritmo
cardiaco, no le prestó mucha atención, trataba de parecer serena; de hecho él
lo creyó. Su rostro no reflejaba más que una torpe sonrisa de derrota
disfrazada con algo de calma.
¡Ay! Ella como admiraba su
propia coraza, capaz de confundir a
aquel que no la supiera leer, enloquecer y desorbitar a quienes esperaban
reacciones premeditadas. Su barrera apartaba selectamente a los sujetos que la
rodeaban, sabía qué ficha mover para que su plan de elocuencia y serenidad
siguiera en pie, unas veces trastabillaba por aquel nudo que se aferra a la
garganta, ese que no permite hablar y tampoco llorar, ese mismo que… después de
unas horas aún le estorba.
-¡Calma!- Se decía a sí
misma, -cuida la armadura, que nadie vea
que se puede oxidar por las lágrimas que en las noches derramas viendo las
estrellas- mentalmente recitaba esta frase hasta que su cuerpo comunicara
nuevamente tranquilidad o hasta llegar a disimular miradas y ademanes que
hubieran podido disipar la falsa paz que debía emanar.
-La besé- escuchó, sus dudas
se habían aclarado, esas mismas que ayudaron a que la noticia no fuera tan
drástica, ésas en las que noches y días anteriores habían rondado por su
cabeza, ésas que habían armado un colchón de ilusiones muertas y que habían
amortiguado la caída libre de una tonta enamorada de la nada.
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